La Iglesia prestó con entusiasmo todo su apoyo moral, ideológico, material y humano a los golpistas del 36, participando en muchos de los crímenes franquistas durante las operaciones de represión y exterminio de los Republicanos. Dio cobertura y justificó las atrocidades en campos de concentración, prisiones y cárceles franquistas.
TULIO RIOMESTA • MEMORIA HISTÓRICA • 26/08/2019
Parte 1, Arengas y Delaciones
Desde el 14 de abril de 1931 la Iglesia Católica se manifestó hostil a la II República Española. Cardenal Segura: “Que la ira de Dios caiga sobre España, si la República persevera”. El obispo de León pidió la unión de los católicos contra el «laicismo judío-masónico-soviético». El arzobispo de Zaragoza legitimaba la violencia franquista: “En beneficio del orden, la patria y la religión”. Obispo Múgica: “Para España la mejor de las Repúblicas siempre será peor que la peor monarquía”. Los obispos llamaban a los asesinos a intensificar la matanza. Muchos curas participaron en la ‘caza del rojo’, dando falso testimonio en consejos de guerra, alentando desde púlpitos y radio a cometer barbaridades, elaborando informes como una ‘policía político-social’.
Muchos curas emitieron informes sobre los maestros que se inclinaron hacia una educación laica y libre. “El párroco de Calamocha (Teruel), informó sobre un maestro de Badalona como «fusilable»”. El cura de Nierva (Segovia) escribió sobre el maestro Mariano Domínguez, asesinado en agosto de 1936: “Nunca cumplió con sus deberes cristianos, poseía ideas avanzadas en la escuela antirreligiosa y antipatriótica en grado supremo”. En Euskadi muchos religiosos delataron a sus propios compañeros que consideraban nacionalistas.
Antonio Añoveros, después obispo de Bilbao, estuvo presente en la matanza de las Bardenas, y un cura castrense, lejos de paralizar la matanza, bendijo la barbarie de Valdediós. El cura de Obanos, Santos Beguiristáin, participó activamente contra los vecinos Republicanos de los cuales elaboraba listas: Los fusilados eran “muertos por el peso de la justicia”. Tras la entrada en el pueblo de los franquistas, el cura de Rociana, Huelva, Eduardo Martínez clamaba desde el balcón del ayuntamiento: ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última raíz!, porque los 200 que ya habían asesinado le parecían pocos. Tras sus informes, 2 meses después se detuvo, juzgó y fusiló a otros 15 vecinos. Un capellán castrense entró en los barrios obreros sevillanos de La Macarena con la columna de legionarios y falangistas “a sangre y fuego”.
El cura de Pamplona Fermín Izurdiaga, fundador de “Arriba España” y de “Jerarquía, revista negra de la Falange” animaba así: “Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Por Dios y por la Patria!”. El sádico jesuita Vendrell, párroco de la cárcel de Alicante, que llevaba un crucifijo del nueve largo bajo la sotana, les decía a los que iban a ser fusilados “No tened miedo porque los moritos tienen buena puntería”. El coadjutor de la parroquia de La Concepción (Huelva), Luis Calderón Tejero realizó un fichero de “rojos” que, después de la guerra, se convirtió en «información cualificada» del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo”.
El cura Isidro Lombas Méndez participó en la represión en Badajoz elaborando las listas de quienes había que llevar a la Plaza de Toros para ejecutar, bajo la presencia de respetables y ‘piadosas’ damas, jovencitos de San Luis, eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de alba-toca. Con las listas del cura Juan Tusquets fueron detenidos más de 300 masones, la mayoría de ellos posteriormente asesinados. El obispo de Lugo Rafael Balanza y Navarro animaba a sus párrocos a delatar a sus vecinos. El párroco de Seixalbo (Orense), dio informes negativos de 19 personas. Elías Rodríguez Martín, párroco de Salvochea en la cuenca minera de Huelva, nombraba a los que debían ser detenidos y eliminados.
En Alsasua los capuchinos «estaban como fuera de sí, poseídos de la exaltación de la hora mesiánica». «Hemos hablado con los requetés», declaraba el jesuíta Huidobro, capellán de la Legión, «que lo llenan todo de religioso idealismo, patria ¡Cómo hablan de la muerte!». Un fraile cordobés le dijo al cura del cementerio de San Rafael que 76 asesinatos en una noche eran pocos: «700 deberían ser». Por muchos «culpables e impíos» que mataran, decía un cura de Rota, aún quedarían más: «A todos los descubriremos; todos llevarán su merecido; no se escapará nadie; entendedlo bien ¡NADIE!». Manuel Vaquero, párroco de Tocina (Sevilla), presidente de una junta de caciques del pueblo acordaban a quienes había que fusilar, mataron mucha gente.
El predicador de la iglesia de la Merced de Burgos pedía un castigo implacable: «Que su semilla sea borrada, la semilla del mal, la semilla del diablo, los hijos de Belcebú son los enemigos de Dios». Cardenal Isidro Gomá: “La guerra es como un plebiscito armado. Paz, sí. Pero cuando no quede un adversario vivo”. Miguel de los Santos Díaz y Gómara, obispo de Cartagena: “Benditos sean los cañones si en las brechas que abren florece el Evangelio”. Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca: La guerra es “necesaria” y “una gran escuela forjadora de hombres”. En 1939, exterminada la II República Gomá recibió de Franco, en la iglesia madrileña de Santa Bárbara, el espadón de caudillo victorioso y paseó al dictador bajo palio con varios obispos saludando brazo en alto, al modo fascista.
Parte 2, Pistoleros
La Iglesia prestó con entusiasmo todo su apoyo moral, ideológico, material y humano a los golpistas del 36, participando en muchos de los crímenes franquistas durante las operaciones de represión y exterminio de los Republicanos. Dio cobertura y justificó las atrocidades en campos de concentración, prisiones y cárceles franquistas. Los obispos movilizaron en armas a sus fieles contra la República, cientos de curas fueron agentes directos en saqueos y asesinatos, fusil al hombro, pistola y cartuchera sobre la negra sotana, participaban en ataques, disparaban ametralladoras desde tejados, mataban y daban tiros de gracia.
En Navarra los curas se alistaron con los requetés, a quienes arengaban, bendecían, confesaban y comulgaban bajo el lema “Dios, Patria y Rey” para seguir cometiendo las mismas faltas, atrocidades y delitos 5 minutos después. El cura calagurritano Higinio Arpón vestía el uniforme de Falange, con pistola al cinto. La Rioja Baja y la Ribera Navarra, se poblaron de curas pistoleros, boina colorada y actitudes extremadamente criminales. El navarro sanguinario capellán castrense de la Legión, Vicente, apremiaba a disparar contra los republicanos: ‘¡No le dejes que se escape! ¡Dispara, hombre, dispara! ¡Le cazaste!’. El cura de Valderas (León), pistola en cartuchera, marcaba los objetivos a eliminar por las escuadras de la muerte de los sublevados, señalando los que debían ser ejecutados: En los 3 primeros días del golpe asesinaron a unas 120 personas.
El cura Antonio Oña lucía pistola y uniforme de campaña en el frente navarro. Después fue nombrado obispo de Mondoñedo. Elaboraba listas de los que debían ser ejecutados. La madre de Julio Pérez, un concejal de UGT condenado a muerte, intercedió por su hijo, y Oña le dijo: “Mira hija, si lo matan ahora irá al cielo. Si no lo matan, volverá a la andadas y se condenará. ¿Qué mejor momento para morir que ahora que está confesado?”. Por la sastrería eclesiástica de Benito Santesteban en Navarra, pasó el obispo de Zamora Manuel Arce Ochotorena, quien al despedirse de Santesteban le dijo: “Bueno, si en lugar de sotanas me envías fusiles ¡mejor que mejor!”.
Rodríguez se llamaba el cura verdugo del penal de Ocaña, encargado de dar los tiros de gracia con su pistola star a los fusilados, otras veces los golpeaba con un martillo en la cabeza. También participaba activamente en las palizas que les propinaban a los reclusos. Victorino F. (Villacañas, Toledo) contaba que: “A mi padre lo mataron por ser de las juventudes comunistas. A mí tío lo mató un cura en el patio de la cárcel del penal de Ocaña”. En la cárcel franquista de la isla de San Simón, Galicia, un cura con su pistola al cinto se encargaba de administrar justicia y no era divina precisamente.
El cura de Zafra, Juan Galán Bermejo era espeluznante, se le atribuyen 750 asesinatos. Entró en Badajoz con los legionarios participando directamente en la masacre que se realizó sobre los refugiados en el sótano de la catedral, se jactaba de que “con esta pistolita llevo quitados de en medio a más de 100 marxistas”. En Zafra señaló a toda “la canalla marxista que debía ser fusilada, todos los procedimientos de exterminio de esas ratas son buenos, y Dios, en inmenso poder y sabiduría, los aplaudirá”.
El odio de estos curas asesinos hacia las mujeres era patológico. Hermenegildo de Fustiñana, capuchino y capellán carlista, el 6 de agosto de 1936, junto a otros carlistas, sacó de la cárcel de Jaca a Desideria Giménez de 16 años, y a Pilar Vizcarra, embarazada, que una semana antes había visto como era asesinado su esposo. Las mataron vilmente en campo abierto. El médico de Sábada (Zaragoza) pidió que se demorara la ejecución de la joven de 19 años Basilia Casaus, embarazada de gemelos, se esperaba que diera a luz en apenas 2 semanas. Guardia civil y falangistas estuvieron de acuerdo en el aplazamiento, pero el cura del pueblo, primo de la víctima, se negó en rotundo diciendo: “Hay que fusilarla, muerto el animal, muerta la rabia”. Los deseos de este psicópata fueron atendidos y fue fusilada frente al castillo de Sádaba.
El coadjutor de la parroquia de Murchante (Navarra) Luis Fernández Magaña, era requeté y daba los tiros de gracia a los fusilados que habían sido sacados de la cárcel de Tafalla por un grupo de requetés el 21 de octubre de 1936, antes de arrastrarlos a la fosa común. También en Quintanar (Toledo) el tiro de gracia a los que fusilaban lo daba un cura llamado “El curilla”. Vicente Rojo cuenta en los libros ”¡Alerta los pueblos!” y “España heroica” que si los condenados a muerte se negaban a confesar, les esperaba una sutil venganza por parte del cura y del oficial del pelotón de ejecución: Ordenaban a los fusileros no matarle de primera: “dejármelo a mí para el tiro de gracia”. Cuando el oficial se acercaba al reo herido no mortalmente le decía estas últimas palabras: “Ahora te voy a dar el tiro de gracia, pero viviendo, para que así te des cuenta de que te vas al otro mundo”.