Gonzalo Puente Ojea


la monarquía fue una concesión a la derecha para que la ...

 

Un estudio analiza la obra de Gonzalo Puente Ojea, amigo y diplomático español destinado en la Santa Sede en los ochentaEl embajador ateo que desafió al Vaticano

 

JUAN G. BEDOYA, Tollo (Cantabria)Declararse ateo en España resul­ta aún hoy, muchas veces, una in­solencia. En los años cuarenta del siglo pasado podía incluso llevar­te a la cárcel o ante un pelotón de fusilamiento. El despropósito vie­ne de lejos. En plena Ilustración europea se prohibían en España los libros que argumentaban la existencia de Dios, por subversi­vos. Dios parecía tan evidente que no necesitaba demostración algu­na. En consecuencia, apenas un 2% de los españoles se identifica­ba como ateos. Hoy llegan al 18,2%, según el GIS. Otro 15,2% di­ce ser agnóstico. En ese contexto, que la editorial Laetoli lance su último libro con el título El desa­fio ateo de Puente Ojea resulta un atrevimiento admirable. Lo ha es­crito Miguel Ángel López Muñoz, un investigador cuya línea princi­pal de estudio es el pensamiento irreligioso español, en sus pers­pectivas filosófica, jurídica, histó­rica y política. Antes había dedica­do numerosos artículos a quien es ahora su objeto primero de es­tudio: el historiador y filósofo Gon­zalo Puente Ojea.Diplomático con misiones con­sulares en Francia, Estados Uni­dos y Argentina, Puente Ojea

 

(Cienfuegos, Cuba, 1924-Getxo, 2017), fue también un político que siempre decía lo que pensaba. Lo hizo cuando, como subsecretario del Ministerio de Asuntos Exterio­res en el primer Gobierno de Feli­pe González, en 1982, redactaba informes sobre cómo abordar la transición desde el nacionalcatoli- cismo franquista a un régimen lai­co. Cuando González sustituyó en Exteriores a Fernando Morán por Francisco Fernández Ordóñez, Puente Ojea cesó en el cargo y pidió ir a Roma como embajador ante la Santa Sede.Al papa Juan Pablo II le enfadó en Juan Pablo II se enfadó por tener que acoger a alguien que no creíaEl colmo para el pontificado fue que se divorciase y se casara de nuevo en 1985 1985 que España solicitase el plácet para acoger a un ateo, pero acabó aceptando. Dos años más tarde, Puente Ojea anunció que se divorciaba para volverse a ca­sar. 

El Vaticano desató entonces los jabalíes de la maledicencia. Lo sorprendente fue que el ministro cedió a las presiones y retiró del cargo, de malas maneras, al emba­jador. Puente Ojea no se amilanó; al contrario, decidió desvelar has­ta los más escabrosos secretos de disputa tan poco religiosa en Mi embajada ante la Santa Sede. Tex­tos y documentos, 1985-1987. No es anécdota intrascendente el que un cardenal de la Curia le re­conociese los vicios del cuerpo di­plomático y de no pocos cardena­les, aunque “en fin, no son castos, pero son cautos”.

1985 que España solicitase el plácet para acoger a un ateo, pero acabó aceptando. Dos años más tarde, Puente Ojea anunció que se divorciaba para volverse a ca­sar. El Vaticano desató entonces los jabalíes de la maledicencia. Lo sorprendente fue que el ministro cedió a las presiones y retiró del cargo, de malas maneras, al emba­jador. Puente Ojea no se amilanó; al contrario, decidió desvelar has­ta los más escabrosos secretos de disputa tan poco religiosa en Mi embajada ante la Santa Sede. Tex­tos y documentos, 1985-1987. No es anécdota intrascendente el que un cardenal de la Curia le re­conociese los vicios del cuerpo di­plomático y de no pocos cardena­les, aunque “en fin, no son castos, pero son cautos”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En El desafío ateo de Puente Ojea se analiza cómo se produje­ron las resistencias del Papa a aceptar a un ateo como embaja­dor, y también las circunstancias en que se produjo la posterior hu­millación del Estado. Lo que más le dolió a Puente Ojea fue que Fer­nández Ordóñez no lo defendiese cuando el asunto llegó al Congre­so. Por el contrario, el ministro lo denigró. “Sobre mi persona y las circunstancias de mi cese se han acumulado, con el mayor desorden de la mente y con una delirante incoherencia narrativa, toda suerte de falsedades, disparates y difamaciones, escribió.

¿Fue consciente de que pedir la embajada ante el Vaticano era meterse en la boca del lobo? Ló­pez Muñoz tiene su teoría. “Puen­te Ojea solicita esa embajada co­mo ejercicio de coherencia y res­ponsabilidad del funcionario di­plomático servidor del Estado y al Gobierno socialista que lo nom­bró, es decir, como defensor de la legalidad de su país con lealtad y eficacia”, dice.

En cambio, Puente Ojea sí era consciente de que iba a enfrentar­se a una “negación represiva con­tra el ateísmo”. Lo había dejado por escrito: “Nadar contra co­rriente en cuestiones que se con­sideren fundamentales —y es de modo eminente el caso cuando se trata de religión— no equivale a contrastar ideas o conviccio­nes, sino a condenarse al aisla­miento, la marginación o el olvi­do. No suscita el diálogo, sino el silencio, la muerte civil, la supre­sión simbólica”. Tachar a Puente Ojea como “el embajador del ateísmo” era una rectificación de­masiado burda de los usos de la diplomacia. Para ser embajador en la Unión Soviética no era nece­sario ser comunista.

Con meticulosidad extraordi­naria y estilo ameno, López Mu­ñoz aporta todos los términos de la disputa. Su conclusión es que el embajador desarrolló el cargo adoptando “una postura equili­brada, prudente, honesta y dialo­gante con las autoridades vatica­nas, con las ideas muy claras”. El autor también resume cómo “fracasaron estrepitosamente [anteriores gobiernos] frente a la intransigente y airada reacción pontificia, que hizo patente una vez más su resolución de acoger a representantes diplomáticos espa­ñoles solamente si eran creyentes y católicos obedientes”. Lo cierto es que Puente Ojea regresó a Ma­drid, pidió la jubilación y, en me­dio de una atención mediática ex­traordinaria en los principales medios europeos, se centró en es­cribir e influir de manera impor­tante en el debate religioso y con­fesional en una España “inhóspita y dolorida”, según frase de Enri­que Tierno Galván, el otro gran intelectual ateo del momento.

 

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