“’Nani’, canta, ¿dónde está el oro?” Polis, cantad, ¿dónde está ‘El Nani’?


Imagen del juicio por el asesinato de 'El Nani'-

El próximo 12 de noviembre se cumplen 40 años de la desaparición de un joven delincuente de poca monta, Santiago Corella, alias ‘El Nani’. Sus restos siguen sin aparecer, pero su asesinato comenzó a desvelar la existencia de lo que la prensa denominó “mafia policial”, una lucrativa sociedad entre un buen número de policías corruptos, ‘caballeros de industria’, y delincuentes inexpertos, en la que los primeros planeaban atracos, los segundos los perpetraban y el botín se repartía como malos hermanos: la parte del león, para mí, que soy la ley, y las sobras para vosotros, que sois ‘chorizos’.

Los culpables indirectos de este estado de cosas fueron la ley antiterrorista y la crisis económica de 1980. La primera dotó a los agentes de seguridad del Estado de poderes cercanos a la impunidad y la segunda condujo a una generación de jóvenes marginados al paro, la heroína y la delincuencia. La Diputación Permanente del Congreso tras aprobarse la Constitución, dominada por las derechas, propuso en 1979 una ley sobre seguridad ciudadana, conocida como ley antiterrorista, a la que se opusieron PSOE, PCE y las minorías catalana y vasca, pero el primer gobierno constitucional, presidido por Adolfo Suárez y con el general Antonio Ibáñez Freire como ministro del Interior, la proclamó como decreto-ley, siendo aprobada por mayoría de un solo voto.

La ley establecía preceptos claramente contradictorios con los constitucionales recién aprobados: apología del terrorismo, detención gubernativa durante siete días e incomunicación del detenido sin autorización judicial y cierre de medios de comunicación. Pero más culpables, los aplicantes de la ley del primer gobierno del PSOE, presidido por Felipe González y con José Barrionuevo en Interior, que permitieron que la Policía aplicara la ley antiterrorista no sólo a las bandas armadas, causa de la ley, como ETA, et al. –pues seguían asesinando: 1979, con 163 asesinados y 1980, con 101, fueron los más sangrientos de la ratería etarra; a los que hay que añadir los 37 del Grapo, los 26 de los grupos fascistas y los 2 de otros: un bienio negro–, sino también a todo tipo de ‘bandas’ que considerara la policía, debidamente autorizados de oficio y desidia por las máximas autoridades de Interior.

El Tribunal Constitucional tardó nada menos que 8 años en declarar inconstitucionales las citadas barbaridades de la ley. Llama la atención que en el caso de la apodada ‘ley de la patada en la puerta’ del ministro socialista José Luis Corcuera, que pretendía seguir la estela anticonstitucional de la ley antiterrorista, promulgada en 1992 como ley orgánica, el Alto Tribunal tardara menos de dos años en echarla abajo…

El segundo “culpable” social fue la crisis de 1980, que venía incubándose y bandeándose en España desde la crisis del petróleo de 1973. Las radicales decisiones económicas del primer gobierno socialista, con el desmantelamiento de amplias áreas que ya no eran productivas y sus secuelas de paro, condujeron a una generación de jóvenes, pobres y sin futuro, a la marginalidad y la toxicomanía: fueron los años negros de la heroína por cuyas dosis los adictos no dudaban en delinquir, desde los populares robos de radiocasetes de los automóviles al asalto personal callejero, el atraco a establecimientos y, en ocasiones, el asesinato. Y en muchas más, a dejarse la propia vida en el empeño. Además, el gobierno de Felipe González se vio obligado a liberar a unos 9.000 presos que llevaban más de cuatro años en espera de juicio, lo que incrementó la ola de atracos.

No encuentro datos precisos sobre criminalidad en España en aquellos años de la brasa –no se dispone de ellos antes de 1980 y sólo hay series homogéneas desde 1987, cuando se implementó el Programa Estadístico de Seguridad–, aunque seguramente las drogas contribuyeron a incrementarla, pero recuerdo perfectamente las portadas alarmistas de los periódicos de la derecha: ABC, por ejemplo, tenía subsecciones tituladas ‘El atraco de ayer’ y ‘El atraco del día’. La presión sobre el Gobierno era grande, magnificada mediáticamente –ayer, igual que hoy– la presión del Gobierno sobre Interior, terminante. El mandato de Interior sobre los mandos políticos policiales, ineludible, y el apremio de los mandos políticos policiales sobre los mandos policiales, indiscutible: las calles, limpias, al precio que fuera.

Pero los culpables directos fueron, sin duda, una treintena de policías sin escrúpulos de las Brigadas Antiatracos de Madrid, Santander y Bilbao, que aprovecharon ese idóneo caldo de cultivo para organizarse y recorrer el mismo camino que eso que llamamos ‘la vida’ había obligado a escoger a ‘El Nani’ y a los que eran como él: el de la delincuencia.

‘El Nani’, fruto de una época y una sociedad

Procedente de una familia desestructurada, Santiago Corella (Auñón, Guadalajara, 1954 -Madrid, 1983) creció en la marginación y la necesidad; abandonados por el padre, comenzó a trabajar a los 10 años para mantener a su madre y a sus seis hermanos; se casó con su novia de toda la vida, Soledad Montero, siendo aún menores de edad, y enseguida tuvieron dos hijos. De ‘niño yuntero’ vendedor de patatas y, más tarde, pollos, fue pulidor en una joyería y, finalmente, creyó haber encontrado un futuro sólido en una empresa de construcciones metálicas, pero cuando la crisis la cerró, la desesperación del paro, el fracaso del ‘pub’ que montó con su mujer y las necesidades familiares lo encauzaron definitivamente hacia la delincuencia. La Brigada Regional de la Policía Judicial de Madrid comenzó a conocerlo tras un atraco en solitario a un supermercado, en cuya huida atropelló al inspector que lo tiroteaba, Victoriano Gutiérrez Lobo, que, en breve, será una de sus némesis, uno de sus presuntos asesinos, uno de los autores indubitables de su ‘desaparición’.

Cuando, al cabo de dos años, sale de la cárcel, los policías corruptos lo captan para los grupos de delincuentes con los que trabajan: planean golpes que estos perpetran con armas proporcionadas por los ‘maderos’ y se reparten desigualmente la mayor parte del botín (la parte menor la consignan como “recuperada”); de vez en cuando, algún delincuente cae bajo las balas policiales: desgraciados ‘gajes del oficio’, lamentables ‘caídos en cumplimiento del deber’.

Entre unos y otros, policías y ladrones, hay un intermediario, el joyero santanderino Francisco Venero, perista al que entregaban lo robado, fundía el oro en lingotes y repartía los beneficios según lo acordado: la mayoría para la mafia policial, un buen bocado para él y apenas un ‘sueldo’ para los autores. También señalaba objetivos a los delincuentes y los proveía de armas y detalles precisos para los atracos.

En uno de estos, a una joyería de Benafarces, Valladolid, ‘El Nani’ y dos compinches, Javier Sánchez Rico y el jefe de la pequeña banda, Ezequiel Gutiérrez Echevarría, se hicieron con un botín de 48 kilos de oro. Sólo dieron 8 kilos a Venero y el resto lo enterraron en las cercanías del pueblo. Alertados por Venero, la Brigada Antiatracos aprovechó el atraco con asesinato a la joyería madrileña Payber, en 1983, para detener y acusar a Corella, aunque la mafia sabía que había rechazado ese ‘encargo’ de Venero, tanto porque, dijo su familia, se planteaba rehacer su vida como, lo más probable, porque no encontró cómplices para ejecutarlo. Los policías buscaron el oro con excavadoras y sin éxito y se cree, no se ha establecido, que en el breve periodo que ‘El Nani’ estuvo en la cárcel –pues se descubrió a los verdaderos autores del atraco y asesinato del dueño de la joyería madrileña–, Gutiérrez Echevarría aprovechó para desenterrar el oro de Valladolid y borrarse del mapa.

Venero, para satisfacer el ansia de riqueza de los comisarios Francisco Javier Fernández Álvarez, de Madrid, Antonio Caro, de Santander, y Miguel Ángel Bercianos, de Bilbao, y su tropa, simuló un autoatraco, con objeto de acusar a ‘El Nani’, de quien querían obtener el paradero del oro desaparecido. El 12 de noviembre de 1983, el jefe del grupo III de la Brigada Antiatracos, Victoriano Gutiérrez Lobo, aquel policía que Corella atropelló cuando huía del supermercado que atracó, entró con otros secuaces con placa en el piso donde estaba ‘El Nani’ y se lo llevaron, junto a su mujer y tres hermanas, a la Puerta del Sol, donde se ubicaba la Dirección General de Seguridad desde el franquismo, hoy sede de la Presidencia de la C.A. de Madrid. Ese mismo día, también detuvieron a Ángel Manzano, compañero carcelario y colega de andanzas de ‘El Nani’, y a su esposa, Concepción Martín. A ambos matrimonios les aplicaron la ley Antiterrorista… Durante horas, los familiares, humillados y maltratados –a Soledad la desnudaron y toquetearon y a Concepción, embarazada, la amenazaron con torturarla hasta que abortara–, fueron testigos auditivos de la cantinela a gritos de los policías: “Nani, canta, ¿dónde está el oro?”, sus aullidos de dolor desgarradores mezclados con música atronadora y, finalmente, sus ayes desfallecidos. Tras ser sometidos a torturas durante horas, ‘El Nani’ fue asesinado a golpes y a Manzano lo reventaron y tuvieron que trasladarlo al hospital Provincial de Madrid, donde fue operado de una costilla rota y una hemorragia abdominal masiva.

Justicia incompleta

En el magnífico documental ‘Pacto de silencio’, de Ángela Gallardo y César Vallejo de RTVE, con la filmación del juicio por la desaparición de ‘El Nani’ –que, por razones obvias, nunca se emitió–, junto a declaraciones y valoraciones actuales de una pequeña parte de los protagonistas, abogados y jueces, habla uno de los defensores de los policías mafiosos: José Emilio Rodríguez Menéndez –un mentiroso compulsivo que, cuando era copropietario del diario Ya, llegó a inventarse, con fotos y detalles, que Antonio Anglés, uno de los asesinos de las niñas de Alcàsser, se encontraba huido en la República Argentina– cuenta, no sin avisar de que “todo esto está prescrito”, que lo llamaron para que acudiese con urgencia a la DGS: “Allí vi el paquete”, dice refiriéndose al cadáver de ‘El Nani’. Añade que les dijo que había que llamar al juzgado de guardia y que, al decirle que no, “me lavé las manos y me fui”. Que se lo crea quien quiera; yo no.

Falsificaron declaraciones, firmas y entradas y salidas de ambos detenidos –un testigo que pasaba por la puerta de coches de la DGS, afirmó que sacaban en volandas a ‘El Nani’, pero que no andaba por sus propios medios, tenía la cara destrozada y el cuerpo embutido en un mono azul–. La versión de los policías mafiosos es que lo trasladaron a un descampado de Vicálvaro, Madrid, donde, decían, ‘El Nani’ les había confesado que vivía un gitano que les vendió las armas del atraco a Jayber y que las había enterrado allí. Una vez en el lugar señalado, había empujado al responsable de la sección de Atracos, Fernández Álvarez, y al inspector jefe del grupo de Joyerías, Gutiérrez Lobo, y había huido sin poder perseguirlo ni detenerlo, dada la “abrupta orografía del terreno” –en realidad, un llano con unos montículos– y “a pesar de los disparos de intimidación” que hicieron.

Siete meses después de la desaparición de ‘El Nani’, sin ninguna noticia de su paradero, su familia, desesperada de que se le cerraran todas las puertas salvo las de la prensa, le cuenta a Gregorio Roldán, reportero de Diario 16, los pormenores del caso y Ángel Manzano, por su parte, hace lo mismo en Interviú. El abogado Jorge García Oteyza y el cura obrero Enrique de Castro, miembro de la Asociación contra la Tortura, investigan el caso. “Llegamos a una conclusión, después de haber consultado a hospitales y a la funeraria: Santiago Corella no está enterrado en un lugar oficial”, apuntaron. Finalmente, los abogados Jaime Sanz de Bremond y el malogrado Fernando Salas, presidente de la Asociación contra la Tortura, ejercen la acusación particular y el juez de Instrucción número 11 de Madrid Andrés Martínez Arrieta –posteriormente, magistrado del Supremo– desmonta todo el relato policial falseado y procesa hasta a nueve agentes, a siete de ellos por detención ilegal, torturas, falsedad y desaparición forzosa de una persona a su cargo –delito que, ante la ausencia de cadáver, conlleva una pena prácticamente equiparable a la de asesinato–.

El 7 de septiembre de 1988, el comisario jefe Francisco Javier Fernández Álvarez, Victoriano Gutiérrez Lobo, jefe del grupo de Joyerías, y el inspector Francisco Aguilar González, que habían sido los tres que instruyeron el interrogatorio, fueron condenados a más de 29 años de prisión. Los otros policías procesados resultaron absueltos “por falta de pruebas”. Todo esto se los cuento –como dicen los latinoamericanos– la próxima semana. Les adelanto que la prensa no se conformó.

Y, por supuesto, no hubo ninguna asunción de responsabilidad política. Ni siquiera alcanzó al conspicuo torturador de la Brigada Político-Social del franquismo Manuel Ballesteros, nombrado por entonces jefe de Operaciones Especiales por Barrionuevo. Rafael Vera, subsecretario de Interior por entonces, lo reconoce paladinamente en el documental de Gallardo y Vallejo: los de la mafia policial “nos metieron un gol”…

En realidad, fue una goleada.