Oí tras de mi


Oí tras de mi – Por Luis Vega Domingo

Oí su voz tras de mí, me giré a medias y sonreí al verlo, allí, parado en mitad de la ribera, entre la casa y yo, conversando, con una sonrisa en los labios, con uno de nuestros amigos. Observé cómo se despedía, se giraba y se dirigía hacia mí. Su paso era elegante y masculino, vestía unos pantalones negros, de corte recto y una camisa gris oscura; su favorita. Caminaba con el viento en contra, marcándose así sus pectorales bajo la camisa, con la mirada al frente, perlada por la luz de la luna, y en sus manos, dos copas de vino.

Al llegar junto a mí, me preguntó, al tiempo que me ofrecía una de las copas, si sentía frío. Le contesté que un poco, tomando la copa en mi mano, al tiempo que, haciéndome la mimosa, apoyaba mi cabeza en su hombro. Él me rodeó la cintura con uno de sus brazos y me susurró con ternura que lo abrazara. Me separé lo suficiente para mirarlo a los ojos, sonreí juguetona, me tomé de un solo trago el vino y lancé la copa por encima de mí. Oí como se estrellaba contra las piedras sin dejar de mirarle, él rió, al ruido de los cristales, me miró, mientras alzaba la copa y hacía un gesto de brindis hacia mí, se tomó el vino también de un solo trago y lanzó la copa, tal cual yo lo había hecho. Reímos juntos, hasta mucho después de que el ruido de cristales rotos se acallara.

Me abracé a él y hundí mi rostro en su cuello, oliendo la mezcla de su perfume, su after shave y el aroma de su propia piel, una combinación, que hizo latir más fuerte mi corazón y me hizo suspirar. Surqué con mis manos su espalda sobre la seda de la camisa a la vez que sentía como él, olía mi pelo y acariciaba mi nuca, provocándome escalofríos. Me giré sin soltarme de sus brazos y sintiendo su pecho en mi espalda, sus manos acariciándome mis pechos, compartimos en silencio la belleza de la noche y el murmullo de las olas plateadas del mar.

—Te amo —susurró, rozando con sus labios mi oído. Y el viento, como siempre, acogió sus palabras convirtiéndolas en ese aire especial, que yo respiro y que me mantiene viva.

Ladeé mi cabeza buscando su mirada.

—Yo también te amo —respondí cuando la encontré. Clavó sus pupilas en las mías haciéndome caer en la profunda hojarasca de sus pardos ojos y supe que me iba a besar.

Fue tierno, lleno de amor, de ternura y de pasión contenida.

—Vayámonos —me rogó el fuego de su mirada. Y yo conociendo las llamas de ese fuego, contesté —Creí que no lo dirías nunca —y ambos sonreímos con picardía a la vez.

Muy lejos de la fiesta, ya olvidada, en la intimidad de nuestra alcoba, libres de miradas y embriagados por el amor, la noche y el vino, desatamos nuestra pasión, abusando de las caricias y de los colmillos, susurrando palabras de amor, entregándonos en cuerpo y alma al placer de la carne y al instinto primitivo de nuestra propia existencia. Después de compartir el éxtasis culminante y feroz del orgasmo, me recosté a su lado, apoyando mi cabeza en su hombro, mirando y acariciando su torso desnudo, sintiendo aún la fiebre de nuestros cuerpos, mientras recobrábamos el aliento.

Quietos, escuchando el sonido de nuestra propia respiración mezclándose con los sonidos de la noche, cerré los ojos y le oí susurrar —¡Dios, como te amo! —haciendo que sonara como una confesión al mundo.

Antes de hablar, para decirle lo que yo también sentía, abrí los ojos con la intención de buscar su mirada y así contemplar su rostro; pero, lo que vi al abrirlos, no fue mi mano en su pecho, sino, la estantería de libros de mi habitación y algo me produjo temor… una inesperada alarma en mi corazón.

Un instante. Tan solo tuve un instante de duda y confusión antes de que la realidad me diera una bofetada y comprendiera que no había sido un sueño. Giré mi cabeza y mi cuerpo hasta quedarme tumbada boca arriba, mirando el techo de mi cuarto, sola. Me sentí embargada por una profunda tristeza, como si me hubieran arrancado parte de mi corazón y de mi alma.

Las lágrimas brotaron sin llamarlas, cálidas, sintiendo como se deslizaban desde el rabillo de mis ojos hasta mis oídos. Había conocido y sentido lo que jamás había vivido; la fuerza del verdadero amor, y además, correspondido. Comprendí entonces que anhelaría y buscaría, hasta encontrarlo, ese sentimiento de verdadero amor y felicidad, conocido hasta este momento; pero quizá ya no para el resto de mi vida. Pues el que tenía estaba a punto de perderlo. Esa noche, entre los besos, abrazos y las palabras, entendí que no era como otros días, como siempre. Algo muy importante había cambiado. Sus declaraciones de amor, no sonaban a pasión… como otras veces, como siempre. Se parecían más a un sollozo.

Grité en mi interior con fuerza —Laura, te odio.

 

Luis Vega Domingo


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