Tras mis estudios en la Universidad de Granada, me incorporé a la Fiscalía de Barcelona en la primavera de 1962. Procedía de mis orígenes en Málaga, tras conocer el desastre social y económico de la posguerra y asumir un proyecto humanista y social gracias a la influencia del gran teólogo José María González Ruiz, autor de la obra ‘Creer es comprometerse’.
Desde mi toma de posesión, y casi de inmediato, compruebo que ser fiscal en aquel Estado no iba a ser fácil. Era perfectamente perceptible un autoritarismo en las relaciones con el fiscal jefe, franquista militante, que fue creciendo con los años. Bastaba con constatar que las Leyes y el Derecho que aplicábamos eran profundamente ajenos a los principios de una convivencia democrática.
Cada día que pasaba se comprobaban las palabras del Profesor Elías Díaz: “Los derechos humanos…. son salvajemente negados y ultrajados”. Y solo así podía ser cuando la Ley de 1941, creadora de la Brigada Político- Social –pieza esencial del sistema represivo– reconocía que así lo exigía “un Estado totalitario”. En efecto, los ciudadanos no solo carecían de toda clase de derechos, sino que cuando pretendían ejercerlos eran perseguidos y castigados implacable y brutalmente, desde la persecución policial y la tortura hasta la pena de muerte, pasando por cárceles inhumanas.
Pero lo más inquietante era saber que compañeros fiscales de aquellos años sesenta habían participado en los Consejos de Guerra más duros de la primera etapa de la dictadura, imponiendo, por tanto, infinidad de penas de muerte. Pasado que se ocultaba.
Desde estos principios autoritarios se nos impuso un régimen profesional sobre dos bases: la limitación de la libertad de expresión –bajo el constante control de la Brigada Social– y una amenazadora exigencia de “armonía” con las fuerzas policiales represivas.
Mi dedicación profesional se concentró, especialmente, durante los primeros años, en la persecución de la tortura en los Juzgados de Guardia de Barcelona. Especialmente, desde que, con la creación del Tribunal de Orden Público en diciembre de 1963, los detenidos por la Brigada-Social, tras la permanencia en las correspondientes celdas, comenzaron a ser puestos a disposición de los Juzgados de Instrucción. Momento en que algunos fiscales, siempre escasos, solicitábamos al juez el reconocimiento del detenido por el médico forense para comprobar si había huellas de haber sido torturado. Solicitud, cualquiera que fuese su resultado, que, por sí sola, ya representaba la correspondiente recriminación por el fiscal jefe.
Respecto a esta actuación profesional, debo expresar mi memoria de la gran obra de Tomás y Valiente ‘La tortura en España’, editada en 1973.
Pasados unos años de constantes conflictos con la Jefatura de la Fiscalía, en enero de 1973 solicité el procesamiento de un jefe de Policía de Manresa por un delito de detención ilegal de un funcionario de Correos, a quien se atribuían unas pintadas consideradas subversivas. Procesamiento acordado por el juez Antonio Doñate. De forma casi inmediata, el entonces fiscal general me obligó a retractarme de aquella solicitud y dicho procesamiento fue dejado sin efecto.
Actuación que precipitó la ya decidida expulsión a la Fiscalía de Huesca, por mi “obstinada actitud” y mi “actitud contestaria y decidida simpatía con doctrinas en abierto divorcio con el espíritu del Movimiento Nacional”. Se cerraban once años de un activo compromiso por los derechos humanos.
Durante mi permanencia en Huesca, ya en 1975, fui igualmente advertido por mis superiores, con el habitual tono de reproche, a causa de mis actuaciones a favor de los recluidos en el Centro Penitenciario de Psicópatas de dicha ciudad, dado que las denuncias formuladas por algunos de ellos expresaban las graves deficiencias del sistema y, particularmente, de su asistencia médica.
Mi compromiso por un Estado democrático y pleno reconocimiento de los derechos y libertades, además de una sociedad más justa e igualitaria, determinó, en el verano de 1968, mi compromiso, junto a otros compañeros, de incorporarnos al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Lo que hicimos tras los contactos pertinentes y clandestinos con su secretario general, Gregorio López Raimundo. La clandestinidad se mantuvo rigurosamente hasta la vigencia de la Constitución. Fue un compromiso para mí fundamental en la lucha por una sociedad más libre y más justa.
Paralelamente, un amplio grupo de jueces, fiscales y secretarios judiciales, en el citado año, constituimos el grupo, igualmente clandestino, de Justicia Democrática², que perduró hasta principios de 1977. Grupo de gran actividad en todo el Estado que, desde entonces, fue una referencia en el frente de organizaciones y partidos demócratas antifranquistas. Fue una expresión de la “irritación” que nos provocaba el “desprecio” que veníamos soportando del Gobierno franquista. Lo que determinó el “despertar de ciertas conciencias” y los “gritos” de “voces que nunca se oyeron”. Entre sus fundadores se encontraba nuestro admirado juez Josep Peré Raluy, de quien López Raimundo dijo: “Era un activista destacado de Justicia Democrática y militante del PSUC…”.
La concepción del Estado al que aspirábamos y por el que luchábamos quedó reflejado en los tres textos publicados en 1971, 1972 y 1973. Por cierto, impresos en la Abadía de Montserrat dada la excelente relación que, entonces, algunos de nosotros, manteníamos con el abad Cassiá Just. Este dato, a mi juicio, expresaba la gran proyección de nuestra organización y su plena sintonía con los espacios más amplios del antifranquismo.
Me parece oportuno destacar el inicio del folleto de 1971: “El Poder judicial ha sido utilizado descaradamente para santificar ciertas medidas arbitrarias”. Texto que podría complementarse con el expresado en el folleto de 1972: “La repulsa hacia un régimen de gobierno que hace posible y protagoniza la arbitrariedad, negación del Derecho y de la Justicia”.
Y, ya durante la Transición, fue más que preocupante, como expresión de una de sus debilidades institucionales, la práctica impunidad de los asesinatos cometidos por las fuerzas policiales y los grupos de extrema derecha, exactamente –con un grado mínimo de error– de 97 personas (entre el 1/1/1968 y 31/12/1978).
Y otro dato relevante de dichas debilidades, muy relevantes en la magistratura, fue la complacencia de una parte significativa de ella ante actuaciones represivas y manifiestamente ilegales de la dictadura. Por ejemplo, las 48 sentencias de la Sala de lo Militar del TS rechazando los recursos de revisión –y consiguiente nulidad– de las correspondientes sentencias dictadas por Consejos de Guerra durante el periodo más violento de la dictadura, que imponían penas de muerte, con el consiguiente fusilamiento de los condenados³. Ciertamente, concurrieron votos minoritarios a favor de la estimación de los recursos. El más destacado de ellos fue el que apoyó la anulación de la sentencia que, en 1962, condenó a muerte al dirigente comunista Julián Grimau, expresado así: “La condena fue un acto estremecedor para la conciencia jurídica… la condena fue un hecho máximamente reprobable por su absoluta contradicción con el Derecho..”.
Y qué decir de los jueces y fiscales, miembros del Tribunal de Orden Público (TOP), que desde diciembre de 1963 hasta 1977 continuaron cumpliendo la función de los Consejos de Guerra, es decir, la represión –con las consiguientes penas de prisión– de todos los derechos y libertades democráticas. Jueces antidemócratas y represores que, sin exigirles la más mínima responsabilidad por los delitos de prevaricación y otros que habían cometido, se incorporaron con toda naturalidad a los Tribunales y Fiscalías olvidando su activo compromiso con el fascismo y la represión⁴.
La huella de aquella desmemoria continúa vigente.
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¹La reciente Proposición de Ley que han formulado PP y Vox en la Comunidad de Castilla-León, respecto de lo que denominan una “ley de concordia”, otorga una plena justificación a esta reflexión. Al constatar que, al referirse a nuestro pasado histórico, omiten toda referencia a la Segunda República, el Golpe militar de 1936, la Guerra Civil y, por supuesto la Dictadura franquista. Y, más aún, menosprecian las víctimas de la dictadura. Concretamente, la “muerte de 130.727 españoles, durante la guerra e inmediata posguerra”. (‘La represión universal: un aparato estructurado y jerarquizado’. Cap. 4, de la obra ‘Franco: La represión como sistema’, de Julio Aróstegui. Flor del Viento ediciones, 2012.)
²Una amplia información sobre JD está contenida en las Pgs. 508-517 de la obra ‘El Final de la Dictadura’, de Nicolás Sartorius y Alfonso Sabio. Ediciones Temas de hoy, 2007.
³Una detallada relación de dichas víctimas se encuentra en las pgs. 241-244 de la obra ‘Jueces, pero parciales’, de los autores Carlos Jiménez Villarejo y Antonio Doñate Martin, con prólogo de Josep Fontana. Editado por Pasado&Presente,2012. Barcelona.